Aquel día hice un gran esfuerzo por levantarme una hora antes de las siete para llegar a clase de 8 a.m, pero todo fue en vano, terminé levantándome media hora después de lo pensado. De todas maneras el tiempo fue suficiente y logré salir de mi casa a las 7:15 a.m, con la certeza de no encontrar un asiento libre en el bus, llegué a la parada 30 segundos después e inmediatamente pasó el bus de la 33 de Transgirón, es el que menos se demora en llegar a la UIS, me monté sabiendo que este recorrido iba a ser diferente a todos los anteriores, que esta vez no iba a perderme ningún detalle de lo que pasara en ese lapso hasta llegar a la universidad.
El bus estaba llenísimo y tuve que ubicarme en la parte de atrás, donde quedaba más espacio, hacía un calor atroz y el ambiente era amenizado por un vallenato de moda, creo, coreado con gran emoción por la vecina que iba sentada en frente mío, quién, por cierto, estaba embarazada y no se sabía muy bien la canción, sentado al lado de ella estaba un hombre más bien joven que le acariciaba el estómago y miraba por la ventana parecía, al contrario de su compañera, estar muy preocupado. De pie al lado mío había un muchacho con aspecto de universitario que hablaba con otro sobre la mala idea de pasar un carro que funciona con gasolina a funcionar con gas, o algo así, al otro lado había una señora bastante gorda que llevaba un carrito de tintos y que tenía una expresión de cansancio no solo de la noche anterior sino de toda una vida.
La verdad mi incomodidad era tal que no me fijé en los demás pasajeros solo deseaba que se bajara gente para poder al menos ir más cómoda de pie. La señora de los tintos se bajó en la INCUBADORA DE SANTANDER, que queda a las afueras de Girón, con bastante dificultad, claro está, recibió la ayuda de uno de los pasajeros del los puestos de atrás, un hombre de unos 40 años que se bajó con ella, pero parecían no conocerse. El recorrido continuaba y el ambiente había mejorado, al menos para mí, el calor no era igual de fuerte, la música había variado, sonaba algo dicembrino, y ya había mucho más espacio en el bus, aunque todavía no quedaba ni un puesto libre.
El recorrido continuaba con normalidad, los jóvenes a mi lado se bajaron en la salle junto con dos mujeres más; así me di cuenta que frente ellos venía una abuelita, muy bien vestida, acompañada con un hombre que tenía un brazo enyesado quien parecía ser hijo de ella, tenían un parecido innegable. Un puesto adelante venía un abuelito que parecía venir del campo junto con un niño de unos 12 años que parecía estar enfermo, pues, estaba todo abrigado y pálido como una hoja de papel, los dos abuelos y sus acompañantes se bajaron en la clínica Bucaramanga, al igual que una joven enfermera que estaba en los puestos de adelante.
Por fin pude sentarme y me di cuenta que volvía a sonar un vallenato que me resulta muy desagradable, como casi todos, por un momento solo pude sentir fastidio y rabia de vivir en una Bucaramanga que parece no comprender que a parte del vallenato y el reggaetón existe otra música, una Bucaramanga que se cree costeña y no es que tenga algo malo ser costeño, sino que no lo somos y eso nos lleva a no apreciar nuestra cultura, a olvidarla, a imitar a otros. En fin, cuando me di cuenta ya estábamos en el hospital universitario, donde se bajo la joven embarazada y su acompañante.
Ya solo éramos 4 pasajeros y dos de ellos se bajaron por los lados del batallón, dos hombres muy jóvenes de corte militar, muy serios y con cara de pesadumbre, finalmente solo una chica con la que casi siempre me encuentro en el bus y yo quedamos, las dos nos bajamos por los lados de la UIS y emprendimos nuestra marcha a la universidad a paso rápido, ya eran las 8:10 a.m.

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