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lunes, 16 de abril de 2012

LA HECHURA DE UNA TRADICIÓN



Hoy 18 de febrero del 2012, creo que todos mis sentidos están abiertos porque acabo de ver como por quinta vez la película “Memorias de Antonia”, quizá por esto me impactó cuando mi primo menor, Julián, entra por la puerta eso me hizo comprender que ya no éramos tan pequeños, de inmediato me ubiqué en una de las tantas vacaciones en la casa de mis abuelos paternos, un lugar inmenso de cuatro pisos que había sido construido en el transcurso de unos 40 años y donde esperábamos con ansias la llegada de estos primos para jugar y fue inevitable ver el rostro de mi abuela dirigiendo la hechura de unos benditos tamales que nos tocaba comernos durante todo el mes de diciembre, afortunadamente como buenos santandereanos podíamos durar todo el día saboreando este exquisito plato santandereano.

El trabajo era compartido e iniciaba ocho días antes cuando se compraba el maíz blandito para ser más preciso, que según mi abuela es el ideal para estos tamales; este se debía cocinar con agua-cal para que soltara el hollejo y quedara el tan nombrado maíz pelado, por tal  motivo era lavado siete o más veces para eliminar del todo la cal. Los precisos para moler eran mi tío Darío y mi tía Sonia, mientras mi mamá y mi tía Liliana iban retirando la masa de la artesa, después mi Tía Liliana la colaba, sacaba el hunche y a continuación la pasaba por un cedazo quedando como resultado un colado suave y manejable, que se ponía al fogón y se le echaba un caldo realizado por mi abuelo que consistía en poner a cocinar diferentes carnes por largo tiempo; esa es la sustancia que le da ese sabor especial al tamal.

Mi abuela era la encargada de revolver en el fogón este caldo con la colada que mi tía había hecho hasta que empezaba a aparecer la masa, claro está esta masa tiene un punto especial para no puede quedar ni muy cruda ni muy cocida, en este trabajo nos daba tipo diez de la mañana se dejaba enfriar la masa en unos mesones grandes y por ahí una hora después se empezaba a amasar esto lo hacían mi abuela y mi abuelo. Al mismo tiempo se iban soasando las hojas de plátano y los más pequeños éramos los encargados de limpiarlas entre las doce y media y una de la tarde se arreglaban las hojas y ya mi mamá, mis tías y mi abuela extendían la masa mientras mi abuelo cortaba la carne de cerdo, de res y el pollo, aunque a veces mataban un pizco.

La abuela era la encargada de preparar el garbanzo, los ajos la cebolla, el perejil y las aceitunas y vigilaba milimétricamente que la arepita llevara todos los ingredientes, constatado esto volvía una bola todos los ingredientes, porque la arepita de masa permite compactar todo, nosotros realmente nos encargábamos de limpiar las hojas y de ir contando uno a uno los tamales que mi tía Liliana envolvía en la hoja de plátano. Mientras las mujeres de la casa y los niños se encargaban de los tamales, mi tío, mi papá y mi abuelo ponían a cocinar agua en la olla de los tamales y alrededor del fogón ponían otras ollas para mantener el agua caliente, mi abuelo y mi abuela acomodaban los doscientos o trescientos tamales, eso sí nunca olvidaban poner en el fondo los palitos que salían de las hojas del plátano para que no se fueran a quemar los tamales.

Luego más o menos a las seis de la tarde mi abuelo se quedaba cocinando los tamales, eso sí muy pendiente de echarles agua caliente para que no se fueran a secar. Algunas veces se llevaba la botellita de aguardiente, una sola claro está, con la excusa del frío. Alrededor de las doce de la noche teníamos en nuestras manos un fiel representante de de la comida santandereana y que por casi treinta días nos acompañaría las tres comidas eso si sin olvidar la natilla y los buñuelos que mi abuela hacía.

Hoy día siento nostalgia por aquellas épocas que sé que no volverán y que le contaré a mis hijos o sobrinos porque me considero una generación de transición, las ideas de mis abuelos con la unión familiar, la comida un símbolo de unión producto de casas enormes donde habían patios donde cocinar y donde corretear y hasta pelear, en fin esa vida que se nos escapó de entre las manos y que la valoramos y añoramos, porque el tiempo pasa y lo único que quedan son recuerdos que nos llenan de una nostalgia difícil de evitar.

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